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ISSN 1989-4163

NUMERO 04 - VERANO 2009

 

En el Hospital (1918)

Jesús Zomeño

 

            En la cama de al lado, Adelfried cuenta que su novia tiene dos o tres tetas y que sonríe cuando él se las toca. Dice que se llama Edwina. Confiesa que le gusta meterle dos dedos por el culo cuando hace el amor con ella y que le gusta mucho acariciarle. Adelfried ahora no tiene brazos porque se los han amputado. Tiene las sábanas sucias y la cama revuelta,  pero a las enfermeras les repelen sus historias y por eso no se acercan.
            La explosión que le arrancó los brazos también dejó sordo a Adelfried y por eso no se entera cuando Odell le grita que se calle. Le grita que se calle pero Adelfried está sordo. Odell le golpea entonces con un bastón. Le golpea fuerte por todo el cuerpo hasta ensañarse y Adelfried, como no se puede defender porque no tiene brazos, lo que hace es cagarse encima.
            Odell les grita a las enfermeras para que vengan a llevárselo y todos gritamos también para que nos saquen, gritamos como si un zeppelín enloquecido estuviera bombardeando el hospital.

            Los niños muertos son los tres del fondo, junto a la puerta. No tienen nombre porque todo el personal del hospital tiene prisa. Unas tijeras y vendas sucias con gangrena para que jueguen. Son el último reemplazo, a los del próximo puede que les den ya uniforme de pantalón corto. Les han acostado al revés para que nadie los vea al pasar porque dan mucha lástima. Cada uno tiene un disparo en la barriga. No eran amigos, ahora se conocen.
Nadie sabe por qué tardan tanto en morirse, lo suyo no tiene remedio. No merecía la pena haberse molestado trayéndolos, pero da mala suerte dejar morir a un niño. El cirujano ordenó que los sacaran al jardín y los dejasen en el suelo porque le faltaban camas, pero da mala suerte dejar morir a un niño y por eso nadie quiso cumplir la orden. Ellos mismos no terminan de morirse porque da mala suerte dejarse morir.
            Los tres chiquillos castigados de cara a la pared como si la agonía y la muerte fuesen un error de matemáticas y ellos responsables de no aprobar el examen. La vida improvisa las preguntas y a veces inventa las respuestas.
            Cuando Adelfried piensa en ellos, no puede dormir y se revuelve en la cama. Sin brazos es como una salchicha rehogándose en aceite hirviendo. Bocabajo y bocarriba, hasta que le sangran los muñones a la altura de los hombros. Odell disfruta cuando ve sufrir a Aldelfriel y olvida que a él le falta una pierna.

            Varick y Theobold chocan con las paredes cuando van al retrete y cuando regresan. Varick y Theobold chocan contra las camas cuando avanzan por el pasillo. A veces caen al suelo y se levantan agarrándose a la pierna engangrenada de Barend o clavando las uñas en los ojos de Adelfried, quien no los puede empujar con las manos para quitárselos de encima. Varick y Theobold están ciegos, les han vaciado las cuencas y además les han cosido los párpados para que no se les infecte la herida.
Gritan esforzándose por abrir los ojos y se quejan de que todo es por culpa de tener los párpados cosidos. Cada día están más gordos de tanto como comen. Patatas cocidas. Son los únicos que no ven los gusanos de las patatas. Las enfermeras les han atado juntos para que se ayuden, pero tropieza siempre el uno con el otro y caen al suelo.
            Barend chilla desquiciado cuando los ve acercarse. Se agarra a su pierna engangrenada y lo hace tan fuerte que alguna vez va a quebrarse los huesos. Se agarra a su pierna para protegerla y escupe al suelo por alejar la mala suerte. Maldice a Varick y a Theobold y escupe al suelo, pero ellos resbalan por la saliva y se levantan agarrándose a Barend. Se sujetan con ahínco clavándole las uñas en la pierna porque saben que intentará forcejear para quitárselos de encima y les hará perder el equilibrio si no se agarran fuerte.

            Los enfermeros traen a los nuevos heridos y las enfermeras los desnudan y los lavan con una esponja mojada en vinagre. Les frotan los pies, el pecho, la cara y las ingles. A todos con la misma esponja. Después de vestirlos se sientan a su lado para leerles un libro, como si pretendiesen prolongar la complicidad del desnudo. Pero las páginas les llevan a la muerte. Más de la mitad mueren el primer día, el resto lo hacemos más despacio.

            El hombre invisible avanza por el pasillo arrastrando los pies. Emite un sonido gutural, la cara quemada le impide ser un hombre. Apenas le queda mandíbula inferior y la saliva le cuelga porque no puede cerrar la boca. No habla, nadie le entiende. Cuando llega a su cama se esconde entre las sábanas y los demás juramos no haber visto nada porque sería imposible explicarlo.

            Loring, el soldado sin nombre mira al techo luciendo una medalla que le cuelga en el pijama. Una hermosa cruz de hierro que brilla como un trébol de cuatro hojas. Loring respira como un pez fuera del agua porque tiene los pulmones llenos de ceniza. Cada cuatro bocanadas de aire pronuncia una palabra y se fatiga. Cada cuatro bocanadas de aire impulsa fuera de sí otra palabra y se fatiga. Cuida mucho lo que dice. Cuando come aguanta la respiración, pero no mastica por darse prisa. Cuando bebe se ahoga. Loring no ha querido gastar una bocanada de aire diciéndonos su nombre. Loring es el nombre que de él imaginamos porque ocupa la cama de Loring.
            Odell intenta hacer reír a Loring, le cuenta chistes por ver si revienta en un ataque de risa que le ahogue porque se queja de que su respiración ronca y fatigada no le deja dormir. Loring intenta pensar en otra cosa para salvar su vida y cada cinco segundos respira cuatro veces y el quinto segundo lo emplea en pedirle a Odell que se calle.

            Varick y Theobold se han levantado ahora para ir al jardín. Los tres niños del fondo de la sala, presos de la fiebre, sonríen como si estuviesen comiéndose las migas de pan de Hansel y Gretel y con ellas recuperaran el camino de regreso a su propia casa.
            Varick y Theobold son los únicos que salen al jardín porque sólo ellos creen que existe y solo a ellos les llega la brisa dulce de las flores y sueñan cuando se sientan ante las cruces del cementerio que hay detrás del hospital.

Las enfermeras entran cantando porque el cirujano les explicó que la felicidad es contagiosa y por eso a ellas les basta cruzar de un extremo al otro cantando sin cambiar las vendas a los heridos.

Odell se ha enterado de que hoy evacuan el hospital. Los nuestros se retiran y se llevan consigo nuestros nombres en una lista.  No hay trenes para trasladar a los heridos. Las enfermeras han cerrado sus libros y han dado fin al romance, se vuelven a casa. El último discurso del cirujano:

-Puede que aún seáis capaces de una última misión: ¡la de volver loco al enemigo!

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